miércoles, 12 de noviembre de 2014

El arte de dialogar

En el idioma griego el término dialéctica está formado por dos vocablos: dialektiké y téchne, que significan en un sentido literal “técnica de la conversación”. Este concepto da lugar a una rama de la filosofía del mismo nombre. Heráclito, Platón, Hegel hasta llegar a Adorno en nuestros días, han reflexionado sobre esta forma de diálogo que propicia un ahondamiento conceptual, enriquece el espectro del conocimiento y nos abre nuevas maneras de ver un mismo hecho, agudizando la inteligencia de las dos o más personas que ejerzan esta práctica.
El propósito de esta nota no es filosófico sino mucho más modesto e intenta desentrañar por qué en la actualidad, esa técnica de cambiar opiniones argumentando se convirtió en un nudo conflictivo debido a una incapacidad de escuchar al otro y de la necesidad de imponerle nuestras opiniones como si sólo hubiera un camino para llegar al saber.
En el intercambio de ideas, resultan muy útiles: la tesis o exposición del pensamiento de una persona a otra. Ésta, a su vez, presenta la suya, contraria y cuestionadora de la anterior, es decir, la antítesis. De estas argumentaciones se arriba a una tercera posición que es la síntesis, la que no implica ni ganadores ni perdedores por cuanto el objetivo es el análisis y la satisfacción personal consiste en la calidad de la exposición. Por otro lado, la síntesis, una vez alcanzada,  se convierte en tesis y el ciclo comienza nuevamente.
Hoy en día, nos hemos olvidado de cómo conversar, no sólo de la técnica sino del intercambio en sí mismo. Así, cada vez que dos personas se encuentran --si sostienen  diferentes puntos de vista— ocurren dos cosas: o se soslaya el tema para evitar una discusión o  cada uno se ocupa de imponerse al otro, sin validaciones de lo que se expresa y esgrimiendo como única herramienta el insulto personal, la descalificación, la burla y la ridiculización.
Suele suceder que el más agresivo, y no el más inteligente, es quien se queda con la última palabra y el otro voltea el Rey porque no encuentra incentivo en continuar con el giro que ha tomado la supuesta conversación.
Esto se ve claramente en los programas radiales y televisivos, en los cuales el meollo es criticar socarronamente cuanto se dijo en el programa anterior, posterior o de otro canal.
Los productores han encontrado una fórmula exitosa para llenar el espacio de sus emisiones que consiste en mostrar las peleas (reales o inventadas al efecto) de las vedettes y/o los conflictos matrimoniales de los famosos. Todo esto se adereza incluyendo extractos de pequeñas escenas, gags y, sobre todo, furcios de los otros programas y con esto quedan eximidos de crear propuestas originales y/o divertidas que capten la atención de los espectadores en tanto se llenan los bolsillos de dinero y los egos con éxitos aparentes.
No resulta fácil proponer una salida a esta mediocridad generalizada que nos venden con palabras grandilocuentes sazonadas con términos mal traducidos del inglés, y la impotencia por el no aporte estriba en que esa falta total de diálogo y estímulo intelectual existe porque esas transmisiones tienen rating, hay mucha gente que enciende el televisor creyendo ingenuamente que con esos programas combate la alienación en la que esta sociedad nos hunde cada vez más.
Es muy cómodo tirarse en un sillón y recibir desde el televisor datos que no nos tomamos el trabajo de procesar, pero nuestro cerebro se deteriora, se acostumbra a la comida de lata y esto se lo estamos heredando a las generaciones venideras. Cada niño que nace puede ser un nuevo Einstein, otra Madame Curie, un John Connor que vuelva del futuro para salvarnos del imperio de las máquinas, es decir, tiene la potencialidad pero si no le desarrollamos la capacidad de pensar por sí mismo, si no le enseñamos a afilar la herramienta del pensamiento que está en él, esa posibilidad decrece paulatinamente y llegaremos nuevamente a comer bananas colgados de los árboles, claro está si aún existen árboles.

Difícil no es imposible, se trata de resistirse a la chatura televisiva y radial, y reencontrarse con el café entre amigos, dejar de considerar que si el otro piensa distinto, es nuestro enemigo. Recuperar el disenso, volver a escuchar y dejar de oir. Quizás... hasta cambiemos de idea... ¿Por qué no?

Publicado en Anuario AVATARES noviembre 2014 

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