miércoles, 12 de agosto de 2015

Para los "locos bajitos"


 Cada vez que nace un bebé, el cielo se ilumina de golpe con una luz que transforma a los seres que rodean ese nacimiento, modificándolos en sus hábitos y costumbres y hasta en sus modos más arraigados de pensamiento.
La vida es un milagro que se repite una y otra vez y tiene el sortilegio de que jamás nos aburre, por el contrario, nos asombra y llena de alegría, nos insufla entusiasmo, dinamismo, esperanzas y expectativas que logran dispersar los problemas que teníamos o, por lo menos, los empequeñecen.
El saber que ese bebé, que se ve tan vulnerable, quizá sea un futuro presidente de la nación, o quien viaje a Marte por primera vez, o quien descubra la cura para las enfermedades virales, o un líder pacifista o que, simplemente, sea un hombre o mujer de familia que se ocupa de aportar a la sociedad sus valores éticos a través de la enseñanza a sus hijos, es la sensación que, consciente o inconscientemente, todos tenemos al acercarnos, nos mueve a la ternura, nos motiva a hacer cosas, saca a la luz lo mejor de nosotros mismos, porque esa vida nueva es una invitación al amor.
En el film “Children of man”, conocida en nuestro país con el título de “Niños del hombre” (el planteo es el de un mundo signado por la esterilidad), hay una escena en que el actor aparece con el único bebé que ha nacido en años y, cuando se escucha su llanto, se hace un silencio total, los soldados bajan sus armas, quienes peleaban entre sí dejan de hacerlo, todo queda inmovilizado ante esa vida que, en brazos, está bajando las escaleras, la vida que se abre paso y es más importante que cualquier otra cosa que pudiera suceder, al punto de que todo se detiene y aparece el respeto, la maravilla que genera presenciar el nacimiento de una vida.
Así, no por repetida menos disfrutada, la niñez es la etapa del desarrollo humano que con mayor intensidad recorre todo el ciclo evolutivo, en la que uno puede observar que, en algún momento, todo lo hemos aprendido aunque no nos hayamos percatado. Aprendimos a comer, caminar, a hablar, a cruzar la calle, a dejar el egoísmo primitivo para hacer concesiones y relacionarnos con los demás, a convivir en un mundo con personas diferentes a nosotros, y aún así, llevar adelante las relaciones.
La niñez tiene la cualidad de la inocencia, la capacidad de creer que un palo de escoba es un caballo, una toalla es la capa del zorro, un títere tiene vida propia y que si nos tapamos los ojos, la realidad no existe. Es la capacidad de entregarnos a que lo que nuestra imaginación pergeña es real, es algo que a medida que crecemos vamos olvidando paulatinamente y deberíamos hacer un esfurerzo por recuperar, de a ratos por supuesto, pero no olvidar del todo para seguir divirtiéndonos como cuando éramos chicos.
La niñez tiene curiosidad, hambre de conocimiento, espíritu investigativo, ansias de aventuras, la niñez va por más, la niñez está signada por esa frase tan presente en los artistas: “y si....” el niño piensa “Y sai abro esta puerta qué pasa?”, por eso, no rompe por destruir, quiere saber cómo está hecho, no intenta estallar la pantalla de nuestro televisor nuevo, está tratando de medir cómo patear una pelota, no nos abre los cajones ni los placares para molestarnos, quiere saber que hay en los lugares que no están a la vista.
La niñez tiene confianza en los que lo rodean, sean niños o adultos, no malician, ni suponen que se les puede decir una cosa pero se está pensando en otra, confían y confían tanto, con tal intensidad que detectan enseguida a quienes se muestran encantadores sólo para sacarse la foto y, por el contrario, reconocen sin dudar a quienes se entregan a ellos por el placer de compartir y de jugar.
La niñez tiene capacidad de entrega, un chico se encuentra con otro al que nunca había visto y lo primero que le dice es: ¿Querés ser mi amigo? Y la respuesta del otro es invariablemente: sí, y con ese simple encuentro sellan una amistad de por vida.
La niñez tiene imaginación, no está contaminada, los adultos en nuestro camino al crecimiento oilvidamos que tenemos una imaginación para desarrollar que, como con todas las posibilidades de nuestro cuerpo, si no la usamos se atrofia, y vamos por la vida buscando nuevas oportunidades laborales, mayores ingresos, cambiar el auto por un modelo más nuevo, mudarnos a una casa más grande y, entre todas esa aspiraciones, no recordamos incluir la capacidad de desplegar áreas que no contengan objetos materiales.
La niñez tiene alegría, disfruta cada nuevo avance, se festeja a sí misma, Cuando un bebé con sus dos manitos torpes ve que estas logran juntarse para aplaudir, se festeja. Cuando se mantiene en el piso sin aferrarse a ningún mueble, se festeja. Cuando logra agarrar un objeto, se festeja. Así sigue, durante toda la infancia sintiendo alegría cada vez que logra subir un peldaño más en la escalera del crecimiento, algo que los adultos, lamentablemente, olvidamos. Vivimos pensando en lo que logró el otro, el vecino, el familiar, el compañero de trabajo, competimos con los demás cuando la mejor competencia es la que se libra con nosotros mismos, que es la que los niños tienen muy presente. El pensamiento de lo niños pequeños es: “Si ayer gateaba y hoy di mis primeros pasos, entonces estoy avanzando y ahí nomás se aplauden”, ningún niño se fija en que el primito o la amiguita suben la escalera cuando ellos apenas se mantienen de pie. Compiten consigo mismos, y eso los hace avanzar.
Los adultos atendemos a los niños, nos reimos de sus ocurrencias, festejamos sus logros, y por sobre todo las cosas, los amamos y hacemos sentir amados pero, siempre hay un pero, también tendríamos que prestarles atención y abrirnos para permitirnos incorporar toda la enseñanza que ellos nos pueden dar.